viernes, 25 de enero de 2008

Anarres / Urras

Había un muro. No parecía importante. Era un muro de piedras sin
pulir, unidas por una tosca argamasa. Un adulto podía mirar por encima de
el, y hasta un niño podía escalarlo. Allí donde atravesaba la carretera, en
lugar de tener un portón degeneraba en mera geometría, una línea, una idea
de frontera. Pero la idea era real. Era importante. A lo largo de siete
generaciones no había habido en el mundo nada más importante que aquel
muro.

Al igual que todos los muros era ambiguo, bifacético, Lo que había
dentro, o fuera de él, dependía del lado en que uno se encontraba.

Visto desde uno de los lados, el muro cercaba un campo baldío de
sesenta acres llamado el Puerto de Anarres. En el campo había un par de
grandes grúas de puente, una pista para cohetes, tres almacenes, un
cobertizo para camiones y un dormitorio: un edificio de aspecto sólido, sucio
de hollín y sombrío; no tenía jardines ni niños. Bastaba mirarlo para saber
que allí no vivía nadie, y que no estaba previsto que alguien se quedara allí
mucho tiempo: en realidad era un sitio de cuarentena. El muro encerraba no
sólo el campo de aterrizaje sino también las naves que descendían del
espacio, y los hombres que llegaban a bordo de las naves, y los mundos de
los que provenían, y el resto del universo. Encerraba el universo, dejando
fuera a Anarres, libre.


Ursula K. Le Guin - Los desposeidos